domingo, 15 de mayo de 2016

El pelagianismo en 5 puntos


El pelagianismo es una herejia nacida en la Iglesia en el siglo V de nuestra era inspirada por un monje llamado Pelagio. Su doctrina equivocada fue rebatida intensamente por San Agustín, entre otros, y declarada herética por el Papa Zósimo en 418.

La repercusion que tenga para nosotros esta herejía se basa en que modernamente ciertos movimientos eclesiales y algunos autores estan contaminados de ella, sustentando su doctrina o la interpretacion que ellos hacen, por tanto, en afirmaciones falsas.

Sus errores son los siguientes:

1) El pelagianismo dice: Niega el estado primitivo del hombre en el paraiso, y el pecado original. El hombre no vive una situación de perfección en el paraiso, sino que la naturaleza humana ya es imperfecta. El pecado original, como pecado que se propaga al género humano, no existe, por lo que la humanidad carece de esa culpa. No es necesario el bautismo, por tanto.
La Iglesia dice:
Catecismo, 396 Dios creó al hombre a su imagen y lo estableció en su amistad. Criatura espiritual, el hombre no puede vivir esta amistad más que en la forma de libre sumisión a Dios. Esto es lo que expresa la prohibición hecha al hombre de comer del árbol del conocimiento del bien y del mal, "porque el día que comieres de él, morirás sin  remedio" (Gn 2,17)....
Catecismo, 397 El hombre, tentado por el diablo, dejó morir en su corazón la confianza hacia su creador (cf. Gn 3,1-11) y, abusando de su libertad, desobedeció al mandamiento de Dios. En esto consistió el primer pecado del hombre (cf. Rm 5,19). En adelante, todo pecado será una desobediencia a Dios y una falta de confianza en su bondad.
Catecismo, 402 Todos los hombres están implicados en el pecado de Adán. San Pablo lo afirma: "Por la desobediencia de un solo hombre, todos fueron constituidos pecadores" (Rm 5,19): "Como por un solo hombre entró el pecado en el mundo y por el pecado la muerte y así la muerte alcanzó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron..." (Rm 5,12). A la universalidad del pecado y de la muerte, el apóstol opone la universalidad de la salvación en Cristo: "Como el delito de uno solo atrajo sobre todos los hombres la condenación, así también la obra de justicia de uno solo (la de Cristo) procura a todos una justificación que da la vida" (Rm 5,18).
2) Insiste en la naturalidad de la concupiscencia y la muerte del cuerpo. Es decir, la concupiscencia y la muerte son inherentes a la condición humana.
La concupiscencia es la propensión o tendencia a obrar el mal originada en el pecado original; por lo tanto no tiene un origen natural. La muerte del cuerpo procede también del pecado original, pues no estaba incluido en el plan de Dios.
3) Vincula la existencia y universalidad actual del pecado al mal ejemplo dado por Adán al cometer el primer pecado.
Como dice el Catecismo en el n. 418: "Como consecuencia del pecado original, la naturaleza humana quedó debilitada en sus fuerzas, sometida a la ignorancia, al sufrimiento y al dominio de la muerte, e inclinada al pecado (inclinación llamada 'concupiscencia')". Por tanto, no es el mal ejemplo de Adán la causa del pecado original, sino la naturaleza humana debilitada.
4) Considera la fuerza moral de la voluntad humana (libre albedrío), cuando está fortalecida por el ascetismo, como suficiente en sí misma para conseguir el noble ideal de la virtud. La gracia no es necesaria para concebir obras buenas que realizar, sino que basta con las aspiraciones positivas del ser humano para conseguir realizarlas.
Encontramos la doctrina católica sobre la preexistencia de la gracia a la iniciativa humana en el Catecismo, el n. 2001: La preparación del hombre para acoger la gracia es ya una obra de la gracia. Esta es necesaria para suscitar y sostener nuestra colaboración a la justificación mediante la fe y a la santificación mediante la caridad. Dios completa en nosotros lo que Él mismo comenzó, “porque él, por su acción, comienza haciendo que nosotros queramos; y termina cooperando con nuestra voluntad ya convertida” (San Agustín, De gratia et libero arbitrio, 17, 33):

    «Ciertamente nosotros trabajamos también, pero no hacemos más que trabajar con Dios que trabaja. Porque su misericordia se nos adelantó para que fuésemos curados; nos sigue todavía para que, una vez sanados, seamos vivificados; se nos adelanta para que seamos llamados, nos sigue para que seamos glorificados; se nos adelanta para que vivamos según la piedad, nos sigue para que vivamos por siempre con Dios, pues sin él no podemos hacer nada» (San Agustín, De natura et gratia, 31, 35).

5) Al no haber sido herida la humanidad entera por el pecado original, tampoco es necesaria ni tiene sentido la salvación de Jesucristo. La resurrección, por tanto, tampoco tiene sentido.La salvación se consigue por el mero ascetismo personal en el que la gracia no interviene. La acción salvífica de Jesucristo como Hijo de Dios encarnado, muerto y resucitado es un mero ejemplo positivo que contrarresta al ejemplo negativo dado por Adán.
Las conclusiones que se derivan de este punto 5º son tan demoledoras para la doctrina católica, que citar los documentos del magisterio en que se sostiene la doctrina correcta sería inacabable. El buen sentido y el conocimiento del amable lector seguro que se dará cuenta de las implicaciones que tendrían esas afirmaciones pelagianas para la fe.

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Si nos fijamos un poco, detrás de toda la doctrina pelagiana hay un trasfondo que viene a decir, en palabras mías: lo que está mal está mal y es imposible que alcance al Bien, ni siquiera como un ideal humano. Es una visión pesimista y resignada al pecado de manera que la obra de la gracia no existe. Las llamadas a la santidad de Cristo serán siempre un mero ejercicio dialéctico. Y es un bálsamo para las conciencias relajadas que buscan autojustificarse en su necedad.

Es suficiente una cita paulina para hacer ver como esta doctrina está equivocada de raiz: "Te basta mi gracia" (2 Cor 12, 9). Desde el estado de imperfeccion en que nos encontramos es suficiente la gracia divina para, dejándola obrar y cooperando con ella, alcanzar la santidad que nos es exigida.

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