domingo, 22 de febrero de 2009

Cristo, la Verdad


No hace muchos días veía un video en internet en el que un sacerdote explicaba su experiencia. Él había vivido una vida tibia y de contradicción con la vida de un verdadero sacerdote. No se hallaba satisfecho de ella, y le llegó la hora de dar cuenta a Dios de sus actos.

Él decía que en el momento de comparecer ante el juicio de Cristo, él no podía negar nada de las acusaciones que en su mente se formulaban. Veía transcurrir su vida de pecado y de error y no podía argüir nada en su favor. En muchas ocasiones en su vida, había urdido disculpas para sus errores, justificándolos en múltiples circunstancias benevolentes siempre con él.

Pero en aquel momento a todas las acusaciones que se le formulaban solo podía afirmar: "sí, sí, sí..." en su mente. Las excusas preparadas no podían brotar de su boca, sino que se veían sofocadas en su propia mente. Estaba totalmente desarmado de sus pobres justificaciones.

Fue la misericordia de Dios, intercedida por la voz femenina de la Virgen María la que le dio una nueva oportunidad para rectificar su vida, y tener la oportunidad de contarnos a nosotros esa experiencia. Y así volvió de aquel Juicio.

No es el momento de discernir sobre la veracidad de dicho testimonio, que siempre quedará en el ámbito privado de la persona particular, tanto de la protagonista de este relato como de la persona que de buen fe lo escucha.

La Iglesia no obliga a creer en dichos episodios pues de sucederse realmente tal y como se narran, pertenecerían siempre al ámbito de las revelaciones privadas.
Hoy lo traigo a colación no porque quiera subrayar la veracidad del mismo, sino porque me ha hecho reflexionar: de un modo u otro todos intentamos justificar nuestro proceder a lo largo de la vida y de modo consciente o inconsciente elaboramos excusas para nuestro comportamiento.

Para nosotros es más fácil continuar con nuestros hábitos de pecado y buscar justificaciones que comenzar la tarea de la conversión y abandonar nuestra vida anterior. A esto nos hemos acostumbrado año tras año, cuaresma tras cuaresma, propósito tras propósito.

Pero nos olvidamos de que hemos de comparecer ante el tribunal de Cristo, que es la Verdad. Y ante el que es la Verdad, no cabe la mentira, ni aún la piadosa o benevolente, la tergiversación, la adulación, la excusa falsa, la argumentación falaz, aunque sea bienintencionada... en definitiva, todos estos recursos a los que estamos acostumbrados a usar en nuestra vida para sacarnos de nuestros apuros.

Es cierto que muchas circunstancias de nuestra vida pueden justificar nuestros actos y exculparnos a nosotros, pero también es cierto que con demasiada frecuencia y ligereza acudimos a estas disculpas para explicar nuestro obrar pecaminoso.

No siempre nuestros actos son libres, y la libertad es presupuesto imprescindible para que exista pecado. Si no hay libertad, si no hay acto libre, no hay pecado.

Sabemos que Cristo es Misericordia, pero también es Verdad. Y confiar en nuestros pobres argumentos ante el que es la Verdad es vano. Siempre estaremos confiados en Su Misericordia, pero no en nuestras palabras superficiales.

La vida de santidad que Dios quiere de nosotros debe estar cimentada en la Verdad, que también es parte de la virtud. Obtendremos Misericordia si amamos la Verdad a lo largo de toda nuestra vida de cercanía con Jesús, en la oración, en la confesión, a la hora de acercarnos a la Eucaristía.

La confesión es esto: obtener el perdón de Dios a cambio de reconocerle como Suma Verdad y testimoniar nuestros pecados verazmente ante el sacerdote. La Verdad es, por tanto, presupuesto de la Misericordia.

Pero amando la Verdad no podemos caer tampoco en el miedo irracional ante nuestro Salvador. Él nos ha hecho promesas de salvación, pero somos nosotros los que hemos transformar nuestra vida al modo de Jesucristo. Y esto lo hacemos pareciéndonos a Él que es el Sumo Bien (cuando obramos virtuosamente), pero también la Suma Verdad (cuando no lo somos tanto y tenemos que acudir a la confesión para reconocer la certeza de nuestros pecados). Y la verdad nos debe llevar a una auténtica humildad de reconocer nuestras pobres fuerzas, pero también a una sinceridad para afrontar nuestras pobrezas y miserias.

Otros enlaces:
Lecturas recomendada: Hipótesis sobre Jesús.
La Nueva Eva (I).

1 comentario:

  1. Dios conoce nuestro todo nuestro ser y ante El somos transparentes, nada queda oculto a sus ojos.

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