jueves, 13 de febrero de 2020

La oración que va directa a Dios

Cuando queremos establecer un diálogo con alguien, tenemos que hacerlo presente de algún modo: en una charla cara a cara, por teléfono, por carta, etc. Siempre el intercambio de ideas, de pareceres, la relación paterno-filial, la relación entre amigos, exige un vínculo palpable, algo que podríamos llamar una presencia de esa otra persona

Cuando en la misma Sagrada Escritura el autor sagrado quiere ponderar la especial relación de Moisés con Dios, dice de él que hablaba con Dios “cara a cara” (Ex 33, 11-13). Esto no significa que el texto sagrado quiera decir que Moisés era tan grande como Dios, sino que el lazo que les unía era tan especial que les llevaba a hablar de ese modo, sin intermediarios, cara a cara, lo cual implica una presencia extraordinaria de Dios ante Moisés. Sin esa presencia es imposible decirse que se habla "cara a cara".

En el relato de la transfiguración (Lc 9, 30) se dice que Moisés y Elías hablaban con Jesús transfigurado. Los tres estaban presentes y establecen ese diálogo de modo especial ante los apóstoles.


Para hablar con Dios es importante hacerlo presente, saber que está presente en nuestras vidas y que nos ama. Y ¿cómo es esa presencia de Dios en nosotros? En orden al caso que quiero tratar en este momento me voy a centrar en las presencias eucarística y de inhabitación (si bien existen otras presencias como las de inmensidad, hipostática y de visión).


Por la presencia eucarística sabemos que Cristo mismo y todo Él se haya presente en el pan que ha sido consagrado. Dios, sin dejar el Cielo, es decir, sin sufrir ningún menoscabo en su esencia ni en su presencia celestial, se hace también presente íntegramente sustituyendo la sustancia del pan que deja de ser pan, aunque conserve sus accidentes, es decir, su apariencia de pan.


Por lo tanto, debido a lo excelso de esta presencia, nuestra oración puede dirigirse hacia la Hostia consagrada sabiendo que es Dios mismo allí presente el que nos atiende. Y está así presente en la reserva del Sagrario, en la custodia expuesta a la adoración de los fieles y cómo no, en la Santa Misa que lo hace posible y actual.


Pero también Dios se haya presente en el alma del bautizado que no está en pecado mortal (Jn 14, 23) por la inhabitación trinitaria


Todo bautizado ha recibido en su bautismo un tesoro de gracias inmenso, que lo convierte en hijo de Dios y heredero del reino celestial: 


a) la gracia santificante (es decir, la “misma sangre” de Dios que nos eleva al plano divino y nos hace hijos de Él). Este estado se pierde por el pecado mortal.


b) las virtudes infusas (las teologales, las cardinales y sus derivadas) cuya práctica nos marcarán el camino del cielo, el camino de la perfección cristiana, especialísimamente la virtud teologal de la caridad (o amor sobrenatural a Dios) que es la que lo ilumina todo y la que lo embellece todo. 


c) y los dones del Espíritu Santo, por los que Dios actuará en nosotros consiguiendo que la práctica imperfecta de las virtudes que nosotros solos no sabemos ejercitar adecuadamente, se conviertan en una práctica “a lo divino”, de modo que el alma que llega al estado en que merece esta intervención divina, actúa sus virtudes con la excelencia del mejor instrumentista.


Por todo esto es fácil de entender que la condición de ser hijos de Dios, es decir, de gozar de su “misma sangre”, de la gracia santificante (recibida en el bautismo), sea indispensable para que la Trinidad entera inhabite el alma de un bautizado. Un alma en pecado mortal (privada de la gracia santificante) no puede pretender gozar de esta presencia íntima de inhabitación.
De aquí se infiere claramente que para acceder al Santo entre los Santos en la comunión eucarística sea necesario el estado de gracia santificante, es decir, sin pecado mortal consciente, es decir, inhabitados por Dios mismo. 


No puede recibir una donación de sangre sino quien tiene el mismo grupo sanguíneo del donante, y la 
"sangre" del alma en pecado mortal ya no es la misma que la sangre del Hijo de Dios que se va a recibir en la Eucaristía.
 

En la Santa Misa, el alma inhabitada por Dios se encuentra en un hablar cara a cara con Dios mismo presente en la Eucaristía. No podemos concebir nosotros un encuentro más íntimo y más directo con Dios que comerle a Él mismo, que dejarnos llenar por su mismo ser y esencia que penetra en nosotros y nos llena sin dejar vacíos.

En la liturgia más antigua, los catecúmenos podían asistir a Misa y debían retirarse tras las lecturas y el sermón, porque lo que venía después, la consagración del Pan y el Vino, no era apto para su condición de no bautizados y privados, por tanto, de la misma “sangre” de Dios. Hoy en día se nos dice que quien esté en pecado mortal no puede acercarse a comulgar, puesto que como ya hemos visto, ambas cosas son incompatibles, aunque sí puede estar presente durante el resto de la Misa completa.


Para mí, en toda Misa, tanto la de lengua vernácula como la del rito tridentino, hay un momento muy especial que es el de la consagración. En esto no descubro nada nuevo. Para todos lo es. Pero en ese momento es cuando creo que debemos dirigir todas nuestras palabras y pensamientos a Dios que se hace allí presente sobre el altar. Nunca está más presente que allí que se está inmolando incruentamente por nosotros. Cada palabra que digamos, cada gesto, cada mirada, cada pensamiento debería ir encaminado a aquel Pan y Vino consagrados que ya son el mismo Dios del cielo. Y esto podemos hacerlo porque estamos inhabitados por El, porque es Él el que inspira nuestra oración y nos da la gracia para poder hablarle a Dios.


Cuando termina la consagración decimos: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu Resurrección; Ven, Señor Jesús”, y son las primeras palabras con las que nos estamos dirigiendo a Él, que está presente allí. Deberían de ser dichas desde la conciencia de que el mismo Cristo nos escucha en ese momento desde el altar.


Después con el “Amén” final tras la plegaria eucarística o canon romano, estamos uniéndonos a ese sacrificio que acaba de tener lugar, estamos asintiendo a todo lo que el sacerdote acaba de pronunciar, siendo toda la plegaria eucarística un hablarle a Él, todo dirigido a Él. Y nos unimos al sacerdote por ese Amén como decían en la antigua Roma, haciendo que “fuera como un trueno que hiciera temblar los templos paganos”.


Inmediatamente, con el “Padre Nuestro”, tomamos prestadas las mismas palabras de Cristo para hablarle al Padre. Es como si Cristo que nos inhabita hablara junto con nosotros dirigiéndose al Padre. Y no hay que olvidar que la teología católica dice que donde está el Hijo, está el Padre por la pericoresis, es decir, que en el Santísimo Sacramento se haya presente de cierto modo también el Padre Eterno. Por lo que cobra todo el sentido rezar el Padre Nuestro dirigiéndonos a las especies consagradas.

Más adelante decimos: “Tuyo es el Reino, tuyo el poder y la gloria por siempre, Señor” del mismo modo y con la misma intención que lo que llevamos dicho hasta ahora. Todo un reconocimiento de que aquel altar es la sede del Rey Todopoderoso y digno de toda gloria y que nosotros somos sus siervos.


Tras el saludo de la paz llega un momento íntimo especial, en el que nos vamos a dirigir a Él como el "Cordero de Dios que quita los pecados del mundo", para decirle que tenga misericordia de nosotros y que nos dé la paz. En ese momento el sacerdote parte un trozo pequeño de la Hostia consagrada y lo incorpora al cáliz con el Vino consagrado, representando así que el cuerpo y la sangre de Cristo que hasta ese momento estaban separados (símbolo de la muerte y del sacrificio) pasan a unirse de nuevo (simbolizando la Resurrección, la vida). En el rito tridentino se acentúa este momento tan importante arrodillándose los fieles nuevamente y adorando a Cristo que ha resucitado para ser ahora nuestro alimento.


Y por último y antes de comulgar decimos junto con el soldado romano “no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme”, nuevamente dirigidos a Él. Son las palabras de un gentil con fe las que nos abren las puertas de la comunión. Este gesto se recalca en el rito tridentino repitiéndolo tres veces.


Todo este repaso a las palabras que decimos en la Misa tras la consagración a las que estamos acostumbrados no busca otra finalidad sino: 


- darnos cuenta de que le hablamos a Él que está allí presente y que por tanto debemos poner toda nuestra intención, nuestros pensamientos, nuestro amor en esa Víctima que se ofrece por nosotros sobre el altar en ese momento.


- que la comunión será más fructífera cuanto mejor haya sido preparada, y cuanto mejor dispuesta esté nuestra alma para recibir a nuestro Redentor, y conviene utilizar todas estas palabras de la liturgia con ese fin y evitar las comuniones apresuradas y distraídas.


- que una Misa dicha a la ligera o escuchada rutinariamente por nosotros es como un sol que brilla al que hemos cerrado las contraventanas de nuestro corazón. Si queremos recibir todo el tesoro de gracias actuales de la Misa y ponerlas en acto, tenemos que abrir esas contraventanas para dejarle entrar y dejarnos bañar por su gracia. 


En la Santa Misa nosotros somos Moisés.  

Nosotros somos Elías. 

Por la pura y simple gracia de Dios.


Otros enlaces:
¿Cómo entendí yo qué son las indulgencias?
 El amor verdadero

jueves, 6 de febrero de 2020

Los sufrimientos de Cristo y la crisis actual de la Iglesia

En su último libro publicado, "Christus Vincit", el obispo Athanasius Schneider se dirige a todos sus lectores y a toda la Iglesia en estos momentos tan convulsos para darnos orientación y guía espiritual. 

El siguiente fragmento es una traducción nuestra extraida de su libro:

Cuando Cristo sufrió en Getsemaní, Él fue confortado por un ángel. Éste es un misterio profundo: Dios en su naturaleza humana quiso ser consolado y confortado por una criatura.
En esta enorme crisis espiritual de la que estamos siendo testigos dentro de la Iglesia, Cristo está siendo consolado y confortado por las almas que permanecen fieles a la pureza de la fe católica, por las almas que viven una casta vida cristiana, por las almas que están comprometidas con una vida de oración intensa, por las almas que no huyen del Cristo Sufriente, de la Madre iglesia que sufre.
El consuelo y la fuerza que Cristo recibe del ángel en Getsemaní ya contenía los actos de expiación y reparación de todas las almas fieles a través de la historia de la Iglesia. Son tantas las almas que están sufriendo en nuestros días, especialmente en los últimos 50 años, debido a la tremenda crisis de la Iglesia.
Los más preciosos son los sufrimientos ocultos de los pequeños, de las personas que han sido expulsadas a la periferia de la Iglesia por la clase dirigente eclesial liberal mundana e incrédula. 
Estos sufrimientos son preciosos, ya que consuelan y confortan a Cristo que está sufriendo místicamente en nuestra crisis actual dentro de la Iglesia
También conocemos la famosa expresión de Blas Pascal en sus Pensamientos:
"Jesús estará en agonía incluso hasta el fin del mundo. No debemos dormir durante ese tiempo" (n. 533).
La actual crisis de la Iglesia, que es un sufrimiento místico de Cristo en y por su Iglesia, debería llamarnos a todos a evitar el sueño espiritual y estar vigilantes para que no seamos engañados por el espíritu del mundo que tanto ha penetrado en la Iglesia.

miércoles, 5 de febrero de 2020

La monja que barre. Seis ejemplos prácticos para progresar en la santidad cotidiana

Ocurre con frecuencia que se piense que la santidad es una tarea que atañe sólo a los religiosos, como si los laicos no debiéramos ser santos. Sin embargo el magisterio de la Iglesia tradicional y el Vaticano II han venido a sentar reiteradamente el principio de la llamada universal a la santidad, es decir, que todo cristiano debe aspirar a la santidad en su estado de vida. "Esta es la voluntad de Dios, vuestra santificacion" (Ts 4, 3)

Empeñado en esta tarea de hacer llegar a todos este llamado, el P. Royo repitió en varias ocasiones esta llamada en los audios que nos legó de sus charlas y conferencias. Y utilizó un ejemplo para que tomáramos conciencia de cuál es el camino verdadero de la santidad y cómo cualquiera, en su vida cotidiana, con las acciones del día a día, puede llegar a las altas cotas de la santidad.

Para ello utilizó un ejemplo muy sencillo y seis posibilidades de respuesta humana con sus consecuencias. 

Caso común para los seis ejemplos: la superiora de un convento ordena a una monja que barra. Y la monja barre (recordemos esto: la monja nunca se niega a barrer y siempre lo hace).

Partiendo de ese caso veremos seis posibilidades según sea la respuesta o la condición de la monja que barre:

1º caso: La monja se halla en pecado mortal.


Dado que el pecado mortal inahibilita completamente al alma para el mérito santificante, el hecho de barrer no acarrea ningún beneficio para la monja. Puede hacer el acto de barrer como quiera que nada ganará. El pecado mortal priva al alma de la gracia santificante (que se nos da en el bautismo y que perdemos con el pecado grave) y de la caridad por lo que todo lo que hagamos no podrá hacerse por caridad.

En todo caso algunos teólogos dicen que el posible beneficio de los buenos actos de un alma en pecado mortal podrán ayudarle a salir de ese estado mediante la conversión y el sacramento de la confesión. Pero nunca un mérito sobrenatural.

2º caso: La monja (que en este caso ya no está en pecado mortal) barre pero farfulla y murmura enfadada: "Voy a hacerlo porque no quiero que me llamen la atención, pero esta superiora ¿qué se ha creido?..." "no debería estar yo haciendo esto otra vez..."


En este caso la monja comete pecado venial (probablemente) por la falta de caridad y posiblemente mortal si comete el pecado de escándalo frente a las otras monjas.

Obviamente al estar pecando, no tiene ningún mérito sobrenatural. Da igual que barra como que no lo haga, el mérito es nulo. Aparte de las consecuencias que puede acarrearle el pecado que comete.

3º caso: La monja barre pero piensa discretamente: "Voy a barrer porque no quiero llevarme mal con la superiora...", "no quiero que me miren mal las otras hermanas...", "a ver que van a pensar de mi si no lo hago...".


En este caso la monja al barrer no comete pecado, pero el acto de barrer lo hace sólo por una motivación meramente humana. Para no llevarse mal con la superiora, para que las demás no se enfaden, etc. Solo puras motivaciones humanas. Y en tal caso ya dijo el Señor: "Por eso cuando des limosna no toques la trompeta delante de tí.... esos ya han recibido su parte" (Mt 6, 2). Por lo tanto el beneficio que la monja buscaba con estos actos ya ha sido recompensado: cuando se lleva bien con la superiora, cuando las demás la miran con afecto.... El premio ya ha sido recibido, por lo que el mérito sobrenatural es casi insignificante. Sí, ha hecho un acto bueno, pero el premio recibido es calderilla, moneda de muy poco valor, prácticamente nada.

4º caso: La monja barre y lo hace por la virtud de la obediencia: "Voy a barrer porque me obliga la santa obediencia y así lo haré". Sin más pensamientos ni intenciones. Y barre.


En este caso está ejerciendo la virtud de la obediencia que es una virtud cardinal propia del estado religioso. Y hace una obra muy buena. Igual que si cualquiera de nosotros obramos por obligación de nuestro estado matrimonial a hacer cosas menos agradables, u obramos por la virtud de la humildad, o de la justicia, o de la fortaleza, etc.

Dado que se está practicando una virtud cardinal, el premio que se recibe es PLATA. Este mérito ya es valioso. No es el oro, pero es valioso.

5º caso: La monja barre y, al hacerlo, interiormente se ve movida por la virtud de la obediencia y por la caridad, para hacer esa obra por amor a Dios y a los hermanos. Y barre con esa intención.


En este caso la monja barre por obediencia, pero a ella añade la caridad, que es la virtud sobrenatural que lo adorna todo y lo embellece y enriquece todo. En la práctica de esta virtud tendríamos que poner nuestro empeño día a día pues es la que abre el camino de la santidad. 

¿En qué consiste la virtud de la caridad? Muy resumidamente podríamos decir que es "el amor a Dios, y el amor a los hermanos por Dios". En ese orden. Primero el amor a Dios por encima de todo, reconociendo en Él a nuestro Creador y nuestro Padre y no prefiriendo en nada a las criaturas a Él. Y en segundo lugar (y semejante al primero) el amor a los hermanos, por Dios. No basta sólo amar a los hermanos, debe ser ese amor por Dios (puede amarse a los hermanos por motivos meramente humanos, y entonces el ejemplo sería el caso 3º). En esto consiste la virtud de la caridad.

La monja que barre por obediencia y por caridad recibe PLATA por la obediencia y ORO por la caridad. La práctica de la caridad siempre está premiada con oro, y ese premio se añade al que se recibe por cualquier otra virtud que se practique.

6º caso: La monja barre y lo hace por obediencia, por caridad y además lo hace con todas sus disposiciones en acción, con toda dedicación, es decir, movida por los dones del Espíritu Santo.


Los dones del Espíritu Santo los recibimos todos los cristianos con el bautismo, y es Dios quien los pone en juego cuando otras condiciones de nuestra santificación se han cumplido y cuando Él cree oportuno. "Mediante estos dones, el espíritu del hombre queda elevado y apto para obedecer con más facilidad y presteza a las inspiraciones e impulsos del Espíritu Santo. Igualmente, estos dones son de tal eficacia, que conducen al hombre al más alto grado de santidad; son tan excelentes, que permanecerán íntegramente en el cielo, aunque en grado más perfecto" (Leon XIII, Divinum illud munus, 1897).

En este caso la monja recibe PLATA por la virtud de la obediencia, ORO por la caridad y DIAMANTE por los dones del Espíritu Santo.

De estos ejemplos del P. Royo podemos sacar unas conclusiones para nuestra vida cotidiana:

a) El pecado mortal rompe nuestra comunicación con Dios, nos priva del premio del cielo y nos cierra el camino al merecimiento para la vida eterna. Por lo tanto está claro que la primera lucha del cristiano ha de ser contra el pecado mortal, el cuál hay que evitar a toda costa. "Antes morir que pecar" (Santo Domingo Savio).

b) Hacer las cosas por meros respetos o motivaciones humanas no tiene un premio meritorio para el cielo. Si doy una limosna para que el pobre no me moleste, o para que no me mire mal, o para quedar bien o porque así evitaré un conflicto en mi barrio, todas esas acciones han sido realizadas persiguiendo un fin concreto que se pretende alcanzar. Una vez conseguido ya no hay más merito que obtener. "No hagan sus buenas obras delante de la gente solo para que los demás las vean. Si lo hacen así, su Padre que está en el cielo, no les dará ningún premio" (Mt 6, 1ss).

Es verdad que, en tales casos, se ha hecho una buena obra (es indudable) pero como ya ha sido recompensada, el premio sobrenatural que reciba será prácticamente nulo, insignificante.

c) Hacer las cosas de mala gana, a regañadientes, es muy peligroso, no sólo porque el haber hecho la obra en sí no tiene ningun premio, sino porque puede acarrearnos uno o varios pecados.

d) No se olvide que en estos seis ejemplos la monja barre, es decir, cumple el acto que se le mandó. Y sin embargo en alguno de los casos le reporta a la monja incluso pecado. No pensemos que la santidad consiste en hacer muchas cosas, y que cuántas más cosas hagamos más cerca estaremos de ella; en absoluto, para recorrer el camino de la santidad es necesario que lo que hagamos, lo hagamos por caridad.

d) La clave imprescindible para progresar en la vida cristiana en el camino de la santidad es la práctica de la virtud de la caridad. Dicha virtud debe presidir toda acción que hagamos. De esa forma, un principio importantísimo para el día a día del cristiano es: debemos estar siempre afinando y rectificando la intención que ponemos en todos los actos que hacemos. La santidad no la traen los grandes actos, sino que la encontramos en los pequeños actos de cada día, pero acompañados de la caridad que lo enriquece todo.

En la Iglesia han habido santos que han llegado al cielo siendo ejemplo de santidad y que no hicieron en sus vidas más que trabajos humildes. San Martín de Porres es uno de ellos. Él llegó a ser santo ocupando la portería de su convento, abriendo la puerta y barriendo (por eso se le representa con una escoba). ¿Eso significa que sólo abrir una  puerta o barrer el suelo nos puede conducir a la santidad? Depende de la intención que pongas en esas tareas. Si tu intención es sobrenatural y quieres añadir la caridad a la virtud natural correspondiente, entonces sí. Pero si lo haces de manera ordinaria, sin tener presente a Dios en tu vida, pues no existe ningún merecimiento para el cielo.

Otros enlaces:
Las flechas en la aljaba. Pensamientos para cada día.
Guias de audición a audios del P. Royo Marin

lunes, 27 de enero de 2020

El Catecismo de la Iglesia, ¿causa o efecto de la fe?


Todos saludamos con alegría la iniciativa del Papa San Juan Pablo II de elaborar un catecismo que compendiara toda la doctrina de la Iglesia que un católico debía estar en disposición de conocer y llevar a su vida. Nadie puede dudar del valor pedagógico y normativo que en lo doctrinal y moral supuso ese esfuerzo de tantos obispos y teólogos.

Pero hoy nos encontramos con que las fuerzas del mal no dudan en usar hasta la Palabra de Dios contra la auténtica fe católica, cuánto más no van a atreverse a usar el Catecismo para su fin destructor.

Una pregunta que podríamos hacernos es: ¿la doctrina católica ha de creerse porque está expuesta en el Catecismo o, por el contrario, la doctrina es preexistente al Catecismo y éste lo único que hace es recogerla y explicitarla?

Tomemos un ejemplo en una doctrina sencilla y clara: que Jesús es el Hijo de Dios encarnado. Podríamos hacer dos afirmaciones:

1) Debemos creer en la doctrina de Jesús, Hijo de Dios encarnado PORQUE así aparece expuesta en el Catecismo.

2) Debemos creer en dicha doctrina PORQUE así nos ha sido revelado por la Sagrada Escritura y la Tradición, y como consecuencia de habernos sido revelado así, debe aparecer en el Catecismo formando parte de lo que el cristiano debe creer.

Suponemos que aceptamos como verdadera la opción número 1 (La publicación en el Catecismo es la CAUSA constitutiva de la doctrina). 
En dicha opción toda doctrina puede haber sido revelada o no, pero hasta que no aparece claramente en el Catecismo, no se puede aceptar como verdadera. En tal caso, el Catecismo actúa como constitutivo de lo que es doctrina católica o lo que no lo es. El Catecismo actuaría así como el Boletín Oficial de cualquier organismo público que refleja las normas que mediante su inclusión en él, están vigentes o no en dicha institución. 

Pero podemos aceptar la verdadera la opción número 2 (La publicación en el Catecismo es el EFECTO de la existencia de una doctrina). 
En tal caso estaremos afirmando que la doctrina de Jesús, Hijo de Dios encarnado, ha sido revelada a la Iglesia por alguna de las fuentes de la Revelación reconocidas, en este caso la Sagrada Escritura. Y como consecuencia de ello, de que estamos obligados a creerla, aparece en el Catecismo que en este caso no crea la doctrina que contiene, sino que simplemente se limita a reflejar, a actuar como un espejo, de lo que por medio de otras Fuentes de la Revelación hemos recibido.

En la afirmación número 1 la causa es la publicación en el Catecismo y el efecto que lo que se publique se convierte automáticamente en doctrina católica. Por el contrario, en la número 2 la causa es la constatación de que debemos creer en que Jesús es el Hijo de Dios encarnado, y el efecto consiste en que se publique en el Catecismo.

Puede parecer que de ambas afirmaciones se llega a la misma conclusión: que el Catecismo contiene la doctrina católica, pero dependiendo de cuál consideremos válida, el Catecismo podrá cambiarse (en la número 1, porque es la aparición en el Catecismo lo que constituye la doctrina o no) o por el contrario, no podrá cambiarse (puesto que la doctrina ha sido reveladas en las Fuentes que conocemos y que se publique o no en el Catecismo no le añade nada) (1).

Evidentemente la única opción posible es la número 2. La fe católica tiene sus fuentes de Revelación que son la Sagrada Escritura y la Tradición. Aceptar la afirmación número 1 equivaldría a convertir el Catecismo en fuente de la revelación puesto que bastaría con constatar qué aparece allí, para dar por buena cualquier doctrina sin sopesar previamente si ha sido revelada o no. 

El Catecismo no está libre de error, pero lo peor no es el error involuntario, sino el uso que se haga por parte del mal para modificar lo que dice el Catecismo con la excusa de que “los tiempos han cambiado y que ya no podemos sostener las afirmaciones que contiene”.

Ninguna modificación arbitraria que se haga del Catecismo va a cambiar la doctrina de la Iglesia, simplemente porque NO PUEDE. Contra las fuentes de la Revelación Divina y contra la reflexión que ha hecho la Iglesia durante 2.000 años no se va a actuar cambiando un texto y pretendiendo que eso automáticamente cobre la fuerza de obligar para todos. 

Que nos fijemos solamente en este mecanismo de acción, de cambiar un texto y pretender con eso solo cambiar la fe, nos hace darnos cuenta del poder del mal que hay detrás que solo pretende la ofuscación y el empañamiento de la única fe católica.

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(1) Por ejemplo, en el Catecismo Romano publicado en Trento no podría venir reflejada la doctrina de la Inmaculada Concepción de la Virgen María porque hasta 1854 en que fue definida dogmáticamente no era obligatorio creer en ella. 

Por la misma razón, por ejemplo, sería lógico que si un día la Iglesia llegara al convencimiento sobre la Inmaculada Concepción de San José, que hoy no apareciera dicha doctrina en el Catecismo puesto que hoy no es obligado creer en ella.

Y que la Inmaculada no fuera definida dogmáticamente hasta 1854 no supone una innovación doctrinal, sino que, estando dicha doctrina incluida en el depósito de la fe recibido, no se estimó por la Iglesia claro el que pudiera ofrecerse a los creyentes como materia doctrinal obligatoria.